Eli y yo charlábamos sobre moda sentados en la terraza de una de esas cafeterías modernas a las que uno llega arrastrado por su compañía. Un establecimiento repugnante sin identidad propia repleto de baratijas del Ikea. El café dejaba que desear, pero ella lucía alegre y elegante.
Estuvimos criticando el look de todas las señoras que desfilaban por la calle frente a nuestras indiscretas miradas durante un buen rato. Luego lamenté la simplificación del código de vestimenta masculino, que hacía imposible llevar con nosotros todo lo necesario en nuestra vida cotidiana sin recurrir al uso de algún tipo de bolso. Y pronto ambos concluimos que llevar la dignidad siempre contigo era más importante que tener a mano la cartera o las llaves. Riñonera al hombro, banda terrorista ETA.
Ella aborrece los estampados horteras; yo las botas blancas. Nuestras miradas se cruzaban y esquivaban en armonía. Celebramos lo neutro y lo sencillo frente al bombardeo de nuevas tendencias. Reclamo cierta economía estética que reivindique un clasicismo equilibrado donde impere la funcionalidad, la simplicidad y la belleza. Wilde decía que la moda era tan fea que había de ser renovada cada seis meses.
Al hablar del sacro reino del negro dentro del armario de cualquier persona respetable, su mirada se detuvo y dejó de bailar al son de la mía. Se desplomó hasta el borde de su taza de café ya frío. Silencio. La línea de expresión de sus labios se allanó. Suspira.
— Echo de menos mi jersey negro.
Lo compró en Galeríes Lafayette, en el viaje que hizo por París en compañía de su madre. Era de lana. Su tacto era agradable y su grosor lo hacía adecuado tanto para el otoño como para la primavera. ¡Es imposible no sentirse vestida con una prenda así! Además, confesó tiernamente, contaba con la largura perfecta para disimular la anchura de sus caderas. Todavía no ha logrado encontrar un sustituto a la altura de aquel jersey, dijo tajantemente ante mi estupefacta mirada. No entendía nada.
¿Cómo una persona tan cuerda y racional como Eli podía expresar sin reparo alguno tal apego hacia un jersey? Siempre he creído que aquéllos que se aferran tan enérgicamente a lo material nunca han vivido un mal momento de verdad. Niños de papá. ¿Llorarían por un puto jersey mientras se refugian de los disparos en Mariúpol? ¿Y al borde de una camilla mientras se muere su padre? ¡A la mierda el jersey de los cojones!
Las cosas jamás acuden a solucionarte los problemas, sólo te los dan. Poseer es perder. No tienes un coche, él te tiene a ti. Tú eres el que acaba pensando en él, porque al coche, obviamente, le das igual. Líbreme Dios de tener una mansión.
Horas más tarde, en la ducha, tras empaparme de todo lo dicho y todo lo callado, empecé a comprender que ese jersey no era sólo una prenda para ella. Me contó que solía conservar el olor de su perfume, por lo que le brindaba una sensación agradable y familiar cada vez que lo sacaba del armario. Era elegante, socorrido y realzaba su figura. La prenda le vestía en el más elevado sentido de la palabra porque le hacía sentirse a gusto consigo misma.
Eli no perdió un jersey negro común y corriente, sino un refugio. Uno de ésos que vamos construyendo o adoptando desde niños para refugiarnos en ellos cada vez que la vida nos duele o nos asusta. La cadenita de tu abuela, el reloj de tu padre o la sudadera que se dejó olvidada en tu casa el único chico que te trató con amor.
Empecé a llorar. Descubrí que yo no tenía refugios. No tengo reloj ni cadena, y ni siquiera puedo hallar en mi mente algo que me pueda recordar el afecto que toda persona necesita recibir. ¿Acaso nunca lo disfruté? Me sentí profundamente desprotegido y desamparado. Solo. Me vi a mí mismo de pequeño, disfrazado de payaso por carnaval, rodeado del resto de niños que se reían de mí y no conmigo.
Necesitamos refugios. Pero… ¿cómo hallarlos o conservarlos? Ni las cosas ni las relaciones personales se hacen ya para durar: jerseys de Zara, matchs de Tinder. Las sobremesas con tu familia son ahora porciones de pizza devoradas con ansiedad en el sofá de tu salón. El Rolex pasó a ser una pulserita que cuenta los pasos que das, y el amor de tus hijos es ahora una carrera profesional cuya meta está en ninguna parte. ¿Dónde encontrar nuestro refugio si todo se nos escurre? Hemos renunciado incluso a Dios, el refugio universal. Pena sin misericordia. Resurrección sin cruz.
Pensaba que los libros siempre me ofrecerían el cobijo que necesito, pero ninguna cita o verso acudió a secar mis lagrimas en aquel momento. A través de ellos vivo otras vidas para digerir los misterios de la mía. Los romanos también se enamoraron. No sólo yo sufrí, no sólo a mí me abandonaron. Cátulo también perdió a Lesbia. Pero no siempre el consuelo que necesitamos es racional. A veces lo que deseo no es leer a Proust o Dante, sino abrir un libro cualquiera y encontrar dentro de él la firma de alguien que en algún momento de su vida me apreció o me amó.
Estimado lector, éste es el primer número de una serie de textos que hasta ahora sólo escribía para mí. Cada domingo enviaré uno nuevo, así que, si te ha gustado lo que acabas de leer, suscríbete a ROCOCÓ
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Esta sigue siendo la publicación que más me gusta. Ya se sabe: el primer hijo es siempre el favorito. Perdona por no haber estado más participativa estas semanas; procuraré serlo en adelante. Tu nueva etapa me ha pillado en una época un tanto tormentosa de eventos y trabajos varios. Pero por favor, te animo que sigas escribiendo y que tus palabras no se queden solo sobre el papel. Abrazos de tu fan número 2 en la cola.